Quizá eso era todo lo que podía conseguir. Hacerle ver que estaba a su lado, que creía en ella, y que la situacion probablemente no era tan negra como me la había pintado. Aunque sólo fuera eso, la sonrisa me decía que estaba empezando a tranquilizarse, y hablando la fui apartando despacio del tema, consciente de que la mejor medicina sería hacer que olvidara...
Si había algo que aprender de aquel roce con la muerte era que mi vida, en el sentido más estricto de la expresión, ya no era mía. Sólo tenía que recordar el dolor que me había desgarrado las entrañas durante el terrible cerco de fuego para comprender que cada aliento que me llenaba los pulmones era un regalo de aquellos dioses caprichosos, que en lo sucesivo cada latido de mi corarón me sería concedido, por un arbitrario acto de gracia.